Con cada caída del sol ella entra de puntillas en mi habitación, me da un pequeño beso en la frente y huye con un silencioso “te quiero”.
Baja cada escalón, hasta el salón, y cierra con cuidado la puerta para no despertar a nadie. Coge esa foto escondida en un antiguo libro, si no recuerdo mal, el titulo de esa vieja edición es “Hamlet”. No lo sé… Lo que sí recuerdo es como abre el libro entre temblores por saber, que a pesar de todo, verá una vez más ese rostro, su rostro... Recorre con sus trémulos dedos la imagen retratada y castigada por el ineludible paso del tiempo. Desliza suavemente las yemas de sus dedos sobre su sonrisa y una cálida, pero salada, lágrima surca su rostro marcando a fuego lento sus recuerdos…
Cierra los ojos fuertemente para volver al pasado y siente que él regresa a su lado para abrazarla. Todavía evoca en cada ocaso el último adiós. La última vez que le vio partir para no volver. Escribió en el espejo de la entrada su último “te quiero”.
Todo se quedó en un tintero, hoy marchito de silencio… Ahora deja sus sentimientos, sus pensamientos, que deambulen sueltos, sin correa, y la muerden justo ahí, entre el colchón y su corazón, que el destino ha desvalijado sin compasión.
Y le oprime su corazón el recuerdo de aquella primera vez, cuando se conocieron. Aquel pequeño contacto con un involuntario empujón, un “disculpe, lo siento”, una sonrisa y un “perdona, ¿tienes un momento?”, que, aún hoy, le provoca una sonrisa como todas aquellas que surgieron después con un café de por medio…
Se enamoró locamente de él, de sus pecas en las mejillas, de ese hoyuelo que se le formaba al reír, de sus canciones… Como le gustaba que la cantara cada anochecer, bajo una luna teñida de plata, y después terminar la noche amándose bajo las sábanas…
O el olor de su piel cuando se fundía con sus camisas…
Saber que ya no podría desayunar otra vez dejando que los incipientes rayos de sol se colaran por las rendijas de la persiana, la atravesaba el corazón como un afilado témpano de hielo.
No para de preguntarse por qué no dejas de formar parte de su piel, por qué trata de mirar de reojo si volverás, si te encontrará en ese viejo sillón donde la gustaba mirarte, las noches que llegabas tarde del trabajo y te quedabas dormido en él. Ella es así, melancólica, tal vez taciturna desde que decidiste desaparecer por el umbral de la vida, de su vida.
Y ahora, como si se formara una tormenta, las lágrimas caen rápidas como caudales por sus mejillas, como ríos desbocados que no encuentran su mar.
Abre lentamente el mismo cajón de la cómoda que él la regaló cuando decidieron marcharse a vivir a su propio universo, sin nadie que les estorbara. Introduce la mano y choca contra una fría cajita metálica que contiene demasiadas cartas. Cartas que no fueron enviadas. Rasga el sobre de la última de ellas y la lee para sí, a través de las saladas nubes formadas en sus ojos.
“Pero dime, ¿esta guerra contra quién es? Ya ni si quiera sabemos quién es el enemigo…Si las fronteras las marcan ellos o las marca nuestra mente… No quiero pensar en lo absurdo que es, pero tantas vidas, tantas familias rotas por unas ideas que ni si quiera son capaces de sostenerse en pie.
Ya no soy capaz de describir los ojos de esos niños que buscan a su padre, a su madre, a su abuelo, con desesperación y locura, como yo te busco a ti, entre rasgados retazos de ilusiones y proyectos, que alguien desvalijó con bombas.
¿Quiénes son los asesinos? Quizás seamos nosotros por querer cambiar esas ideas o quizás lo sean ellos con sus palabras afiladas, sus francotiradores y hombres-bomba con los que se llevaron mi ilusión de seguir mirando más allá de esta oscuridad con la que amanece teñida cada mañana. Pues es tu ausencia lo que me mata.
Te extraño.”
Al terminar de leerla, con los ojos anegados en llanto, ni si quiera sabe tras que pelotón desapareció, ellos no sabían que acabando con él terminaban con ella, que acertando en su corazón, atravesaban también el de su amada… y también el mío.
Me ha contado tantas cosas de él. Que solo defendió sus ideas y por eso fue culpable. Y ellos lo cobraron con su vida, y para ella con su ausencia.
He oído tantas veces brotar de sus labios las últimas palabras que la regalaste, ni si quiera sabías que yo iba a formar parte de vosotros dos, que yo era un tallo de un futuro cercano. Todo ocurrió así un día de agosto…
“-¿Te vas?-te preguntó con la mirada perdida en sus ojos negros como una noche sin luna. -Sí.-la contestó, incapaz de mirar sus ojos, pues la amaba, pero sabía que no era digno de ella. -¿Volverás?-A pesar de conocer la respuesta, le preguntó sosteniendo su corazón en una mano y en otra la razón, esperando que no fuera cierto ese momento, solo una
pesadilla... Entonces él la dio un beso, mientras ella trataba de agarrarse a ese beso, ese momento que se esfumaba como el humo de un cigarrillo... -Quizás, algún día...-Le dijo como única respuesta a tanto amor...Y cogió el petate en el que se llevaba su vida, su esperanza, su alma, pues estaba muerta en vida..Y cerró la puerta de la ilusión tras él. -Adiós...-susurro ella, mientras, no conseguía ocultar el dolor y sus ojos se empañaban de lagrimas, en las que se iba el calor de su corazón, sin mas suspiros, sin mas palabras.”
Aquel invierno se dispararon demasiadas balas mojadas, bajo la esperanza de tantas madres, esposas, hijas, abuelas, que trataban de recibir noticias clandestinas de sus hombres, esos que marcharon para defender a un país que se estaba destruyendo tras una gran alambrada de espinos.
Mamá fue una de ellas, una de esas mujeres que trataban de tener alguna ilusión en esos días oscurecidos por la pólvora, de inventarse y creerse la ilusión de que antes o después regresarías, sano y salvo, a nuestro lado. A su lado.
Pero esto jamás sucedió. No lo llegaste. Hoy han pasado diecinueve años y mamá sigue con la rutina de destilar sentimientos, recordando lo que creyó vivir, pero jamás vivió.